14/2/19

Solo África



     Solamente tenía que pegar la frente a la ventanilla para ver África. Y así la tenía yo, con la nariz aplastada contra el plástico de la sucia ventana del avión, pero con la consciencia plena de que por primera vez se me estaba mostrando el África continental en todo su esplendor.
   Primero desaparecieron las nubes cuando el mar todavía era el protagonista indiscutido del paisaje. Después, la luz cenital que mataba y aplastaba cualquier intento de elevación de una monótona llanura sin sombra que delatase las formas del continente, dejaba el paisaje como una llanura amarillenta de luz cegadora, empezó a ceder. La intuición de un viento que empujaba al océano -tan desierto de vida como la tierra interior-  a batirse contra un frayón rocoso de costa, que se perdía en el horizonte, y a la que a duras penas, en cada envite, arrancaría una pequeña migaja de tierra; fuerzas primigenias que forman y cambian continuamente el paisaje, y la luz prístina del sol. Era la viva imagen de la formación del planeta. 
    Me sorprendía el echo de no distinguir ninguna actividad humana. Solo pequeños pueblos costeros, quizás simples asentamientos en el tiempo, seguramente abandonados, sin ninguna carretera que uniera puntos en la superficie y rompiera la rugosa monotonía de la superficie y sirviera como referencia para poder notar que avanzábamos por la vastedad de semejante visión. 
    Justo cuando la vista cansada del continuo reverberar del brillo, sumado a ese cansancio especial que se siente al viajar acompañando al sol, que se mueve lento pero que parece quieto y fijo en el cielo y que me transmite una sensación de un cansancio fuera del tiempo, que se dilata hasta lo indecible. Sólo entonces empezó a perder fuerza al empezar a esconderse tras unas nubes que aparecieron en el circular horizonte y transmutó todo el paisaje; el color amarillo tierra anaranjad dejó paso a un rojizo que rompió la planicie luminosa y llenó la fotografía de cientos de matices orográficos.
    Lo primero que me vino a la cabeza fue buscar algún avión accidentado, con alguna extensión de lona que hiciese las veces de parasol y mitigase el calor del medio día al superviviente. Sí al superviviente, pues sólo podía ser uno: el piloto. Y si lograba verlo seguro que allí estaría él, seguramente hablándole a un niño pequeño y rubio de cabellos rizados, o quizás sólo hablándole a un vacío imaginario, pues el veneno de alguna serpiente le estaría haciendo estragos en la consciencia.
    Pero allí no vi a nadie. Ni siquiera granjas al pié de las colinas Ngong Hill. Nada.
    
    Solo naturaleza viva en terraformación. Tierra. Agua. Sol. Viento. Calor y frío. Dureza y suavidad. Cansancio y esperanza. 
    Sólo una cosa: la belleza.
    Sólo un recuerdo.

    


No hay comentarios: